Regresamos al especial Bill Murray y en esta
ocasión vamos a hacer un repaso a bella historia narrada por Sofía Coppola. Una
de las mejores películas de lo que llevamos de siglo para quien esto escribe.
En ella se nos plantea el conflicto de dos
personajes interpretados por Bill Murray y Scarlett Johansson (en uno de los
papeles en los que más hermosa se la ve ante las cámaras, dejando de lado si el
del primer plano es o no su trasero). Bob y Charlotte andan perdidos en medio de una
cultura en la que no encajan y se sienten muy lejos de ese espacio de protección que
todos entendemos como el hogar. Hundidos en sus respectivas vidas encontrarán un halo de aire fresco cuando ambos se conocen en el hotel en el que se disponen a pasar unos
días.
La trama se desarrolla en el Tokio actual y Coppola
se encarga desde el inicio de transmitirnos esa tendencia que tienen los
japoneses a copiar ciertas características de la cultura occidental. Vemos
como se refleja la devoción de nuestros vecinos asiáticos por seguir el modelo
americano, y que estos no se cortan un pelo a la hora de lograr sus
propósitos. En este caso traen al
reconocido actor Bob Harris (señol Halis, para los amigos nipones) interpretado
otra vez de manera brillante por Bill Murray y, ni cortos ni perezosos, le apoquinan
2 millones de dólares para hacer un anuncio de whisky, dejando para la posteridad la escena con el mítico Momento Santori. Quizás todo ello se nos plantea de un modo un
tanto exagerado por parte de una directora que podría estar criticando estas
tendencias. Aunque por otro lado también se nos muestra la parte del Japón “antiguo”,
con una cultura oriental más arraigada. Los japoneses siempre han mostrado un
respeto que seguramente no mantenemos en occidente, un amor hacia la
naturaleza, distintos rituales... y ojalá fuésemos nosotros los que adquiriéramos sus costumbres en algunas de estas cosas.
Que la historia se sitúe en Tokio, más allá de que
Sofía Coppola haya ido allí muchas veces y todas las movidas que nos puedan
contar, no es baladí. Podemos leer en la narración un importante y claro mensaje, y
es que da igual que estemos en Tokio o en Meadero de la Reina, ya que uno de los
“defectos” que tenemos en la sociedad hoy en día es precisamente el de la incomunicación. La
metáfora del “perdidos en Tokio” funciona muy bien para transmitirnos justo eso, pero más allá del idioma y de todos los
factores externos que nos saltan rápidamente a la vista, Bob y Charlotte están perdidos en sus propias vidas, como ya hemos apuntado. Nos encontramos ante
una historia con la que cualquiera puede sentirse identificado ya que, tarde o
temprano, aunque estemos rodeados de gente, todos nos sentimos solos e
incomprendidos. Es irónico que en una
sociedad en donde cada vez hay más avances tecnológicos, que nos permiten una mayor
y más fácil comunicación, tengamos tendencia a perder ciertos hábitos a la hora de
transmitir lo más importante, nuestros sentimientos. Y esto parece que se empezaba a notar ya a principios del nuevo milenio, cuando no había llegado todavía la generación de las redes sociales más punteras (Facebook, Twitter, Instagram...).